Revolución, milicias y puño en alto en la España republicana

Hoy no es solo un día para colgar banderas tricolores y cantar “¡ay, Carmela!” por las calles. Es un día para recordar lo que realmente pasó cuando el fascismo pensó que podría aplastar al pueblo y se encontró con obreros, campesinos y mujeres con el fusil al hombro.
La revolución no llegó por decreto. Llegó porque el pueblo tomó lo que era suyo. Cuando la oligarquía española —los de siempre, los que visten traje y huelen a puro— lanzó el golpe de Estado del 18 de julio de 1936, esperaba una rápida restauración del orden burgués. Pero la calle tenía otros planes.
El movimiento obrero, las organizaciones revolucionarias, y la clase trabajadora en su conjunto no solo frenaron el golpe: empezaron a construir otra España. Una España donde las fábricas funcionaban bajo control obrero, donde los bancos eran expropiados y las tierras repartidas. Una España donde la mujer conquistaba derechos que en Europa aún tardarían décadas en llegar. Y donde los soviets —sí, SOVIETS— eran más reales que los despachos ministeriales.
Frente a la parálisis del gobierno republicano y los lloriqueos diplomáticos, las masas respondieron con organización, milicias armadas y comités revolucionarios. ¿Y qué hizo la “democrática” Europa? Financiar y armar al fascismo. Porque si algo temen más que a Franco es a la clase trabajadora en el poder.
La revolución fue interrumpida, sí. Pero no derrotada. Sigue viva en cada lucha sindical, en cada desahucio frenado, en cada comuna rural, en cada joven que no traga con las verdades oficiales. Hoy no celebramos una nostalgia: conmemoramos una lección.
La II República fue mucho más que urnas y reformas: fue el intento más serio en nuestra historia moderna de construir una sociedad de justicia social, por y para la mayoría. No la dejaron triunfar, pero tampoco lograron enterrarla del todo.
Hoy, la tricolor ondea también por lo que pudo ser y por lo que, con nuestras manos, aún podemos hacer.